El submarino rosa

Cuando asomó sus bigotes fuera del bolso en el que se había escondido, la ardilla se vio abrumada por el llanto de aquella niña rubia. La conocía bien, pero nunca se había fijado en su tristeza. Sentada en la cama de unicornios, a sus 8 años, era capaz de llenar toda la habitación con su presencia.

Mientras el cabello reflejaba los rayos de sol que entraban por la ventana, y se movía lentamente en un ritmo ininterrumpido de sollozos, vio entre sus manos el submarino. Ese chisme enorme en el que la metía y jugaban a explorar los mares.

El aparato no había sido pensado para su cuerpo reticulado, pero Lucía lo había acomodado para que ella estuviera bien. La verdad es que no estaba tan mal fingir que en las profundidades del mar ellas eran aventureras.

Una lágrima rodó por la superficie del juguete rosa. La pequeña no le quitaba la vista de encima. Al fondo, la jaula en la que había estado viviendo durante dos años, mantenía la puerta abierta. Quizá era un acto de rebeldía ante la falta de esperanza de que ella regresase ahí.

Le hubiera encantado explicarle que necesitaba ser libre. Que su compañía era un alivio infinito ante la soledad constante que día tras día sentía cuando se marchaba al colegio. Que simplemente no podía vivir allí, pero que eso no significaba que fuera a olvidarla.

Había intentado en otras ocasiones escapar, pero no lo había conseguido nunca. Siempre encontraba la puerta del cuarto cerrada y la ventana asegurada. Por eso, la tarde anterior había decidido esconderse y esperar a que eso cambiara. Había llenado sus carrillos de comida para que así pudiera aguantar mejor las horas fuera. A pesar de que tenía tanta sed que había pensado en rendirse más de una ocasión, persistió en su empresa y esperó.

Un chirrido le sacó de sus recuerdos y la trajo de vuelta al presente. La puerta del cuarto se estaba abriendo. Volvió por un instante a la seguridad que le reportaba el bolso, mientras entreveía cómo una figura de mujer atravesaba la estancia hasta sentarse al lado de Lucía. A la vez que se asomaba, pudo ver a la madre abrazar a la pequeña mientras el lamento se hacía más sonoro.

Era su momento, si quería llegar hasta la calle tenía que hacerlo ahora. Con sus patas cogió impulso y salió del bolso lenta y sigilosa. La moqueta era mullida bajo sus pies, e intentó por todos los medios salvar los obstáculos de cubos, ropa y juguetes que estaban esparcidos por el suelo.

-Mami yo no quería perderla. Quiero que Flic vuelva.

-Pero pequeña Flic no está. A lo mejor se ha perdido cuando corría por el cuarto y te está buscando.

El corazón se le sobrecogió pensando en esas palabras. Se acordó de cómo en otras ocasiones, Lucía le había buscado con infinito amor. Y cuando la encontraba, cómo la cogía con sumo cuidado, de forma que estuviera bien. Ella revisaba sus patitas y pelaje, garantizando que no se hubiera hecho daño. A pesar de su corta edad siempre había sido muy cuidadosa. Y ahora la dejaba.

Echó la vista atrás y deseó que ella estuviera bien a pesar de que sus caminos se separasen. Volvió a fijar su mirada en la puerta abierta y continuó su camino con cuidado. Las muñecas componían un campo de minas. Si pisaba alguna de ellas seguro que hacía el ruido suficiente para que la encontrasen.

Antes de que pudiera pensarlo se encontraba en el umbral de su libertad. Bajo las escaleras del distribuidor, el resto de la casa se abría paso ante ella. Un lugar por el que correr sin mirar atrás hasta atravesar la puertecilla de Coco, ese persa vago que los años habían hecho lento y despreocupado.

– Pero la quiero tanto… yo quiero que vuelva Flic. ¿Qué voy a hacer sin ella?

Los lamentos de Lucía eran desgarradores. De sus ojos almendrados sintió nacer una lágrima. Con sus pequeños deditos la recogió preguntándose realmente qué era la libertad. Qué era la felicidad sino encontrar alguien que te quisiera tanto que se hundía cuando no te encontraba. Tener casa y alimento, juguetes y compañera de juegos.

En la calle haría frío y calor. ¿Dónde viviría? ¿Encontraría a otras ardillas? ¿Qué peligros habitarían? En ese momento decidió que no podía irse por un sueño. Lo absurda que había sido en su ambición. Lucía era su compañera y no podía abandonarla.

Se dispuso a correr hacia ella cuando una de sus patas se enredó con una pulsera de cuentas. Tropezó con ella, enrollándose en su cuerpecito y haciendo que cayese por las escaleras, peldaño a peldaño. La joya cada vez le apretaba más. Le faltaba el aliento. Cuando dejó de caer, los chillidos no le salían. Alrededor de su cuello una preciosa gargantilla improvisada. La vista se le nublaba. Nunca volvería a entrar en su submarino rosa.

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